A Aldo lo conocí a principios de los 90’, en Sukyo Mahikari, de Maracaibo. Era un joven feliz y sencillo, con restos de tinta negra en las manos, siempre pintando, siempre soñando.
Desde entonces, supe que estaba frente a un alma luminosa, de esas que no pasan desapercibidas.
Este mes nos tocó desperdirnos de él, fue un amigo, un hermano, un artista inmenso cuyo corazón latía al ritmo de Maracaibo.
Aldo se fue de este mundo este 7 de abril, pero sus colores, su sol inmenso y su amor por el Zulia vivirán eternamente en sus lienzos.
Amaba a Maracaibo hasta los tuétanos, y cada pincelada suya era un canto al Caribe, a las casitas de El Empedrao, a los cepilladeros, a los niños con cometas (papagayos) y al calor del hogar zuliano. Nunca faltaban en sus obras ese sol radiante y el puente sobre el Lago, íconos de su alma.
Aldo era más que un pintor, era un narrador de historias. Con su estilo hiperrealista en acrílico sobre lienzo, capturaba la esencia de nuestra tierra. Expuso en Manhattan, llevó su arte a subastas, creó serigrafías numeradas y tarjetas de Navidad con su firma única. Participaba en cada evento, se fotografiaba con todos, donaba cuadros para salvar vidas en hospitales. Vivía por su arte y para su gente. Amaba mucho a sus hermanas y recordaba con devoción a sus padres.
En los años 90, residía con su madre en una casa colonial en Urdaneta con Padilla, comprada con el fruto de su talento, en el corazón de su adorada Maracaibo.
Le apasionaba hablar de cine, del Louvre, de la biblioteca de la Sorbonne, de su padre Atilio Storey Richardson, de su madre, de sus abuelos (el merideño y el trinitario), de la fotografía y del aikido, que practicaba con la misma dedicación que ponía en sus cuadros.
Siempre que conversábamos, me animaba a manifestar mis sueños en grande, a ver más allá, hablábamos de la actualidad del mundo, siempre estaba muy despierto.
Su energía recargaba el espíritu, su risa era un rayo de sol. Aldo nos enseñó que el éxito de un pintor se construye pintando cada día, compartiendo sin reservas, tocando corazones.
En su honor y si Dios lo permite, visitaré el Dojo de São Paulo, el de Takayama, también iré al Guggenheim, como él anhelaba regresar. Su legado artístico y espiritual brilla como el sol que pintaba. Su mantra favorito era “El sol sale para todos y la luna también”.
El cielo zuliano tiene una nueva pincelada, una nube con forma de papagayo, flotando entre un sol dorado y un puente que no divide, sino que une al mundo y trae paz. Gracias por tanto, Aldo. Desde donde estés, sigue pintando la eternidad con los colores de tu alma.
Te echaré de menos.
Mis más sentidas condolencias a sus hermanas Sonia y Sofía, a su esposa Delia, y a sus queridos hijos Helen y Sebastián. Aldo, tu luz nunca se apagará.